miércoles, 27 de marzo de 2013

EL GOZOSO EJERCICIO DEL OFICIO EN LA PINTURA







El gozoso ejercicio del oficio
en la pintura de Javier Rodríguez

Carlos E. Pinto 

Considero a Javier Rodríguez un pintor de oficio, un pintor que ha hecho de sus habilidades y su práctica no sólo su medio de subsistencia sino el instrumento de lujosas revelaciones pictóricas. La cotidianidad de su figura y el familiar entorno que sus “vistas” de paisajes y playas de las islas han interpretado, tal vez poco nos digan de una historia aventurera que se iniciaba a finales de la década de los 70 con un viaje a Holanda. Entre 1979 y 1983 vivirá en Ámsterdam, Frankfurt, la Costa Azul, Barcelona, etc., viajando a Inglaterra y viviendo en gran medida de su trabajo pictórico. A mediados de los 80 vuelve a las Islas, y desde entonces se ha establecido por temporadas en casi todas ellas.
Javier Rodríguez nació en Gran Canaria en 1951, vivió su infancia y juventud en La Laguna, Tenerife, y empezó a pintar en Holanda, en principio para ganarse la vida pero sintiéndose cada vez más seducido por su práctica. Sus primeras obras, óleos de corte naif e inspiración costumbrista que vendía en las calles y tiendas de Ámsterdam, darán paso a un mundo nuevo por la fascinación que le producen en un viaje a Londres las acuarelas de  Girtin, Cossens o Turner. Hasta tal punto quedará seducido, que durante las dos décadas siguientes Rodríguez sólo trabajará esta técnica.  Era una obra que se movía en un espacio, por así decirlo, artesanal, pero que se articulaba en términos casi poéticos, transparencias, sugerencias, destellos, en delicados paisajes, bodegones, motivos florales, ilustraciones, etc. Paralelamente a los motivos realistas, su acuarela va dando entrada a una expresión más compleja y personal, de ascendencia simbolista y tendencia abstracta, con la que el artista va a sentirse cada vez más identificado.
 A comienzos de los 90 Javier Rodríguez empieza a exponer su obra públicamente en galerías y espacios de arte, realizando varias exposiciones individuales (Estudio Artizar, Ateneo de La Laguna, Club Prensa Canaria, etc.). A mediados de esa década Rodríguez deja la acuarela y recupera el óleo en sus trabajos. Comenzará entonces un admirable proceso cuyo último paso es la obra que ahora nos muestra.
En la colectiva Mundo, magia, memoria. Artistas lagunáticos en La Laguna, celebrada en 1996  con motivo del 5º Centenario de la fundación de la ciudad, Javier Rodríguez presentó, junto a una serie de acuarelas, los primeros paisajes y bodegones en la técnica recuperada, a partir de los cuales se desarrollará toda su producción ulterior tanto de naturaleza temática, que en muchos casos practica al plein air, como la más creativa y gestual.
El precedente acuarelista dota a la pintura de Rodriguez de ciertos rasgos propios anejos a aquella práctica, como ese uso traslúcido del óleo y la mancha impresionista, que a lo largo de estos últimos años ha devenido en orgánica y gestual, cuyo automatismo la adentra en la evocación visionaria –no en balde en Londres, junto a Turner y los acuarelistas precedentes, había quedado fascinado por los cataclismos pictóricos de John Martin,- y en el surrealismo. Hay ecos indudables del Domínguez cósmico en la obra de Rodríguez, aunque como sucede con otros pintores canarios contemporáneos como P. J. Déniz  o Sema Castro, es esta una disposición natural más que influida, la evolución de un lenguaje común que adoptará en cada uno su propia modulación y sentido.
El abigarramiento de Rodríguez deviene horror vacui en muchas de sus obras. Diríase que son fondos de una extraña efervescencia sígnica donde las formas imaginables –lo reconocible- se desvanecen en la infinitud de los paisajes y los abismos, en la voluptuosidad de la “flora” colorista y gestual de sus pinceladas. Lo puramente abstracto logra impresión “comprensible”, y ya sea barroca, visionaria o surrealista la atmósfera generada, prevalece el gozoso ejercicio del oficio, el oficio como aventura y al cabo como destino. En sus cuadros, lo que vemos o sentimos, lo que interpretamos, sospechamos o intuimos, es el fruto de un trato apasionado con la pintura. En ello estriba su dignidad y, así mismo,  la sorprendente e incuestionable maestría de muchas de sus enigmáticas obras.


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