El gozoso ejercicio del oficio
en la pintura de Javier Rodríguez
Carlos E. Pinto
Considero a Javier Rodríguez un pintor de
oficio, un pintor que ha hecho de sus habilidades y su práctica no sólo su
medio de subsistencia sino el instrumento de lujosas revelaciones pictóricas.
La cotidianidad de su figura y el familiar entorno que sus “vistas” de paisajes
y playas de las islas han interpretado, tal vez poco nos digan de una historia
aventurera que se iniciaba a finales de la década de los 70 con un viaje a
Holanda. Entre 1979 y 1983 vivirá en Ámsterdam, Frankfurt, la
Costa Azul, Barcelona, etc., viajando a
Inglaterra y viviendo en gran medida de su trabajo pictórico. A mediados de los
80 vuelve a las Islas, y desde entonces se ha establecido por temporadas en
casi todas ellas.
Javier Rodríguez nació en Gran Canaria en
1951, vivió su infancia y juventud en La Laguna, Tenerife, y empezó a pintar en
Holanda, en principio para ganarse la vida pero sintiéndose cada vez más
seducido por su práctica. Sus primeras obras, óleos de corte naif e inspiración
costumbrista que vendía en las calles y tiendas de Ámsterdam, darán paso a un
mundo nuevo por la fascinación que le producen en un viaje a Londres las
acuarelas de Girtin, Cossens o Turner.
Hasta tal punto quedará seducido, que durante las dos décadas siguientes
Rodríguez sólo trabajará esta técnica. Era una obra que se movía en un
espacio, por así decirlo, artesanal, pero que se articulaba en términos casi
poéticos, transparencias, sugerencias, destellos, en delicados paisajes,
bodegones, motivos florales, ilustraciones, etc. Paralelamente a los motivos
realistas, su acuarela va dando entrada a una expresión más compleja y
personal, de ascendencia simbolista y tendencia abstracta, con la que el
artista va a sentirse cada vez más identificado.
A comienzos de los 90 Javier Rodríguez
empieza a exponer su obra públicamente en galerías y espacios de arte,
realizando varias exposiciones individuales (Estudio Artizar, Ateneo de La
Laguna, Club Prensa Canaria, etc.). A mediados de esa década Rodríguez deja la
acuarela y recupera el óleo en sus trabajos. Comenzará entonces un admirable
proceso cuyo último paso es la obra que ahora nos muestra.
En la colectiva Mundo, magia, memoria. Artistas lagunáticos en La Laguna, celebrada
en 1996 con motivo del 5º Centenario de
la fundación de la ciudad, Javier Rodríguez presentó, junto a una serie de
acuarelas, los primeros paisajes y bodegones en la técnica recuperada, a partir
de los cuales se desarrollará toda su producción ulterior tanto de naturaleza
temática, que en muchos casos practica al plein
air, como la más creativa y gestual.
El precedente acuarelista dota a la pintura
de Rodriguez de ciertos rasgos propios anejos a aquella práctica, como ese uso
traslúcido del óleo y la mancha impresionista, que a lo largo de estos últimos
años ha devenido en orgánica y gestual, cuyo automatismo la adentra en la
evocación visionaria –no en balde en Londres, junto a Turner y los acuarelistas
precedentes, había quedado fascinado por los cataclismos pictóricos de John
Martin,- y en el surrealismo. Hay ecos indudables del Domínguez cósmico en la
obra de Rodríguez, aunque como sucede con otros pintores canarios
contemporáneos como P. J. Déniz o Sema Castro, es esta una disposición
natural más que influida, la evolución de un lenguaje común que adoptará en
cada uno su propia modulación y sentido.
El abigarramiento de Rodríguez deviene horror
vacui en muchas de sus obras. Diríase que son fondos de una extraña
efervescencia sígnica donde las formas imaginables –lo reconocible- se
desvanecen en la infinitud de los paisajes y los abismos, en la voluptuosidad
de la “flora” colorista y gestual de sus pinceladas. Lo puramente abstracto
logra impresión “comprensible”, y ya sea barroca, visionaria o surrealista la
atmósfera generada, prevalece el gozoso ejercicio del oficio, el oficio como
aventura y al cabo como destino. En sus cuadros, lo que vemos o sentimos, lo
que interpretamos, sospechamos o intuimos, es el fruto de un trato apasionado
con la pintura. En ello estriba su dignidad y, así mismo, la sorprendente
e incuestionable maestría de muchas de sus enigmáticas obras.
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